Son los primeros que sufren las consecuencias de una excesiva explotación de mares y ríos, que ponen en riesgo la sustentabilidad de los recursos pesqueros.
por María Aguirre
Los pescadores artesanales de la costa argentina subsisten en la periferia de un sistema que los condena a la informalidad, que los corre de sus territorios de origen a medida que avanza el desarrollo turístico y que niega su derecho histórico y cultural a conservar un oficio heredado de generaciones anteriores, con técnicas que no depredan la fauna ni agreden el ecosistema.
Todos los días, sin francos ni feriados, Rodolfo Morales empuja su lancha de 6 metros de eslora sobre el agua fangosa y sale con las redes a probar suerte en la Bahía de Samborombón. “Las vacaciones nos las impone el mal clima o alguna rotura de motor”, sonríe resignado.
Ayer volvió sólo con dos cajas: lisas, corvinas y palometas. Una pobre recompensa, lejos del ideal de diez o quince cajones que justifican los 100 litros de combustible que se necesitan para salir a pescar, explica este hombre de 54 años, padre de tres hijas, que en el 2008 debió dejar su ciudad natal, Chascomús -cuando “prohibieron y corrieron” a los pescadores artesanales-, mudarse a Pipinas y aprender sobre mareas, a la altura de las desembocaduras del Samborombón y el Salado sobre el Río de la Plata.
“No podemos pescar en invierno porque unas 30 embarcaciones de Mar del Plata vienen por la corvina rubia y negra, se meten en la zona costera y arrasan con todo, se llevan puestas las redes nuestras”, se queja sobre el sistema de arrastre de esos pesqueros, uno de los más dañinos e invasivos del ecosistema.
La llegada de días más cálidos y largos renuevan las esperanzas de Morales y alivian el mal trago que sufrió su cooperativa, Coopechás, fundada en el 2010 entre seis familias, que llegó a vender 9.500 kilogramos de pescado fresco durante la Semana Santa del 2012 en los mercados populares de La Boca, Villa Carbonilla, Chacarita, villa 11.14 y Barracas, a un precio que no llegaba a la mitad de lo que entonces se pagaba en pescaderías y supermercados.
Víctima de una estafa en la renta a 10 años de un terreno, Copechás perdió dos cámaras frigoríficas, una planta de fileteo y una pequeña fábrica de harina de pescado, retenidas ahora por el dueño del predio que dijo desconocer que su propiedad había sido subalquilada.
“Los permisos de pesca los tienen los frigoríficos y Prefectura no se mete con ellos; por eso muchos pescadores prefieren trabajar para las empresas y no tener problemas para salir a pescar, aunque les paguen mucho menos de lo que podrían ganar por su cuenta”, relató Morales y detalló que los marplatenses pueden cargar alrededor de 2.700 kilogramos de corvina rubia por embarcación, que venden a 11 pesos el kilo a los frigoríficos.
La cadena de frío necesaria para el traslado del pescado y la logística de venta son algunas de las mayores dificultades de los pescadores artesanales, además de que los dos puertos privados de la zona, el Virgen de Luján y el Salado, les prohíben los amarres y las descargas. “Cambian los gobiernos, pero la pesca siempre está manejada por las mismas manos”, deslizó Morales y mencionó con nombres y apellidos la sociedad político-empresaria que controla permisos, cuotas y ventas de pescado en la provincia de Buenos Aires.
“Los dirigentes no entienden que no se trata sólo de un permiso de pesca, sino de toda una vida dedicada a esta actividad y de la comida en la mesa de las familias”, insistió.
Como ejemplo de la paradoja, en Chacomús, unas 22 familias viven de la pesca artesanal en forma ilegal porque están prohibidas en las 7 lagunas de la zona. Por un cajón de pejerrey ganan unos 2.000 pesos, pero no pueden venderle a los restaurantes de esa zona turística. También eso les está vedado, aunque el filet se destaca en los menúes como la especialidad de la casa, a precios que no bajan de los 150 pesos.
“A alguien les compran, ¿no?”, se preguntó Morales, entusiasta de la idea de que por fin los pescadores artesanales se den cuenta que deben unificar esfuerzos en una asociación que le dé peso de negociación al sector.
“El filet de lisa en Verónica (ciudad distante a 15 kilómetros de Pipinas) cuesta 90 pesos, pero a nosotros no nos dejan venderlo ahí, entonces lo trasladamos en camionetas con barras de hielo hasta Buenos Aires y aún así, con ese gasto, podemos venderlo a 50 pesos”, graficó.
Rodolfo recordó con nostalgia la creación de la Dirección Nacional de Pescadores Artesanales, durante la gestión del dirigente social Emilio Pérsico al frente de la subsecretaría de Agricultura Familiar de la Nación y reivindicó la idea del gobierno kirchnerista de “ayudar y formalizar a los pescadores desde Magdalena hasta Mar del Plata, capacitarlos y extender esa organización a los compañeros del litoral”.
La pesca artesanal marítima es la de mayor relevancia económica, con una plataforma continental de 769.400 kilómetros cuadrados y una rica fauna ictícola, donde se disputan grandes intereses entre la soberanía nacional, el derecho a fiscalizar, la pesca industrial y la pesca a pequeña escala, junto a la sustentabilidad del recurso.
“La pesca es como el juego de azar: casi siempre perdés y alguno que otro día te sacás un premio grande”, resume Pablo Bustos, referente de la Asociación de Pescadores Artesanales de la ría de Bahía Blanca y quien vive desde hace 33 años exclusivamente de la captura de pescadillas, corvinas, palometas y gatuzos.
Padre de seis hijos, Bustos integra un grupo de 30 hombres que salen con sus lanchas a esas aguas, un estuario formado por el ingreso del mar a la cuenca de un río, donde este año se registró “la peor pesca de los últimos diez”.
Los pescadores artesanales son los primeros que sufren las consecuencias de una excesiva explotación de mares y ríos, que ponen en riesgo la sustentabilidad de los recursos pesqueros, con la captura a gran escala de barcos de gran porte que intrusan el límite entre las millas 12 y 201.
Además de alterar el ecosistema, la depredación de las aguas dejó en los últimos años al borde del colapso algunas de las principales especies comerciales y quebró la estabilidad económica de los pescadores de baja escala.
“La pesca es mínima y a veces nula, tenemos que hacer hasta 60 kilómetros para encontrar peces; estamos en una situación desesperante; se acumulan los impuestos sin pagar y se hace difícil mantener una mesa digna”, insistió Bustos y pidió al gobierno que “se haga cargo en forma urgente” de la situación de los pescadores porque no tienen “a quién recurrir”.
La rotunda merma de peces tiene su origen en la contaminación que ocasionó el funcionamiento del Polo Petroquímico de Ingeniero White, por lo que en el 2010 la asociación presentó una denuncia judicial y exigió, por un lado, que las empresas realicen inversiones para la recuperación del agua, y, por el otro, que el municipio deje de direccionar los desechos cloacales a la ría.
Los trabajos de dragado también ahuyentaron a los peces, que no viven en esas aguas, sino que hacen su paso por la ría entre septiembre y abril de cada año.
“Vacían el sedimento dragado en zonas de pesca o en sus adyacencias y eso hace que el fondo cambie dramáticamente y que sepulte en minutos la flora y fauna; el continuo depósito de desechos creó bancos donde no los había y eso afectó la normal migración de especies que entraban a la ría en distintas épocas del año y ya no lo hacen”, explicó Bustos.
Como la captura del camarón y del langostino tiene sus “altibajos”, los pescadores artesanales se fueron acostumbrando a ganarse el día con pescadilla, corvina, gatuzo, pejerrey, lenguado, lisa y palometa, entre otras especies, pero en los últimos años cada vez es menor la variedad de peces que entran a la ría.
Los llamados pescadores artesanales no sólo deben lidiar con los magros resultados económicos que les da actualmente la pesca, sino también con la competencia desleal de embarcaciones ilegales y con el poder de acción de pesqueros más grandes, o con propias factorías a bordo, que trabajan asociados a frigoríficos de la costa.
“En Monte Hermoso, por ejemplo, de 120 embarcaciones, sólo 20 tienen los permisos en regla”, graficó Bustos, para quien la situación es “grave” y la ecuación por lo general revela que -en algunas zonas de la costa argentina- la cantidad de pescadores ilegales es cinco o seis veces mayor a la de quienes están autorizados.
Advirtió que Prefectura “o no tiene los medios para controlar, o no tiene voluntad” y aseguró que, cada tanto, esa fuerza se “ensaña” con las lanchas chicas y las “vuelve locas con controles”.
Otra de las dificultades pasa por los permisos de pesca. Los pescadores artesanales trabajan en aguas fiscalizadas por la provincia y deben renovar sus autorizaciones anualmente.
“Los permisos son una herramienta de apriete”, denunció Pablo y advirtió sobre cierto “manejo discrecional” de las autorizaciones, casi siempre atado a los “vínculos” que los intendentes tienen con empresarios locales.
Casi en el extremo sur de la provincia de Buenos Aires, en la Bahía San Blas del partido de Patagones, los pescadores artesanales perdieron en el 2008 su derecho histórico de pescar.
Un fallo judicial desoyó entonces el legítimo interés de los pescadores, fundadores de la villa a principios del siglo XX y quienes hasta entonces desarrollaron su actividad en forma sustentable, con apenas una participación de 16 embarcaciones de captura y durante sólo dos meses al año, entre octubre y diciembre.
El peso económico del sector turístico avanzó sobre la pesca artesanal y congeló su práctica, pese a que sólo era desarrollada con redes agalleras de fondo, dirigidas a una única especie, el gatuzo.
En Bahía Anegada, por ejemplo, los desembarques totales no alcanzaban en promedio el 2 por ciento de la captura de gatuzo en todo el país, pero la actividad sostenía la economía de todo un año de los pobladores locales.
Paradójicamente, en los últimos años se multiplicó la actividad hotelera en la región, con una fuerte impronta en pesca deportiva y esparcimientos náuticos. Las aguas están prohibidas para los pescadores artesanales, pero no para las lanchas de turistas y visitantes.
De hecho, desde hace más de una década, Bahía San Blas recibe cada Semana Santa un millar de pescadores deportivos que participa de un concurso de seis horas, que premia a los ganadores con autos cero kilómetros, de acuerdo al peso de su pesca. En esa época, las 3.500 plazas de alojamiento de la bahía están ocupadas.
(*): Del equipo de investigación de la agencia Télam.